Queridos hermanos y hermanas, ¡Fiat!
El relato del Evangelio de hoy habla de la tercera aparición a los discípulos. Jesús ya apareció a Sus discípulos dos veces (Jn 21,14). Tomás resistió, pero finalmente cayó de rodillas ante el Señor. Ahora ellos saben que el maestro crucificado ha vuelto a la vida del mundo de los muertos. Ahora saben que todo lo que decía era verdad. Ahora saben que Jesús comparte con el Padre la misma naturaleza divina. Y, sin embargo, este relato parece sugerir una fe que recae en la sombra. Siete se encuentran en el familiar Mar de Tiberíades (y los otros cuatro, ¿dónde están?).
Pedro decide ir a pescar y los otros seis lo siguen. Hay algún tipo de regresión en esas palabras magras. Casi parece que se regresa a la vida de antes sin ningún rastro de lo que ocurrió.
Ninguna oración, ni petición, ni diálogo: no se consulta al maestro resucitado. El resultado de esa pesca confirma mi impresión, se trabajó para atrapar nada. La experiencia luminosa de Jesús resucitado no nos aleja de la realidad, siempre presente en claroscuro, de nuestra frágil humanidad en la fe.
Pero el Señor se manifiesta allí mismo, en nuestros pasos débiles e inciertos. Él va al encuentro de ellos a la orilla del mar, no para reprocharlos, sino para ayudarlos; lo hace con infinita delicadeza, sólo pidiéndoles algo para comer e indicando un área precisa para la pesca. Los pescadores obedecen, y aquí está el signo de sorpresa: la red se llena de peces hasta el punto de no poder levantarla. La memoria se activa: ¿dónde habíamos ya presenciado esta escena? Juan siempre lo consigue antes: ¡es Él! Y esta vez Pedro es más reactivo a la voz de Juan. ¡Pedro, que se arroja al mar para llegar a la orilla sólo al escuchar que el Señor está allí! Los demás se apresuran a regresar con el barco y aquí hay otra sorpresa en la orilla: hay una parrillada de pescado que ya se está cocinando en el fuego. Jesús pidió comida, pero ya preparó comida para ellos, como una madre que espera que sus hijos regresen de una actividad, y luego los llama a la mesa: vengan a comer. Éxito en la pesca, comida ya preparada y en abundancia, gozo al encontrarse con el Señor ... ¡Cuando está Jesús, está todo!
En esta escena muy simple, donde se come juntos, con pescado preparado por el Señor y pescado recién capturado por los discípulos, tenemos que hacer una imagen congelada eucarística muy importante: entonces Jesús se acercó, tomó el pan y se los dio, y también el pez. Jesús otra vez reaviva su llamada a Pedro y sus compañeros en el lugar de sus trabajo diario. Tendrán que convertirse, según lo prometido, en pescadores de hombres. Pero tendrán que recordar que sin Él nada se pesca, deberán recordar cómo ellos mismos han sido pescados y extraídos, o sea invitados al banquete de un amor cuidadoso y discreto que ofrece gratuitamente. Tendrán que recordar que los peces que se encuentran en la red son 153, el número total de especies de peces existentes en la época de Jesús: símbolo de la multitud humana de cada pueblo de la tierra que el amor de Dios quiere alcanzar a través de ellos, ¡pobres discípulos de cada tiempo de la Iglesia, en cuyas manos el Señor pone todo!
La página del Evangelio nos invita a contemplar el amor de Jesús hacia la criatura que a veces en su comportamiento es ingrata, y sólo quiere confiar en sí mismo. En la Navidad de 1937, Jesús le explica a Luisa que si hubiera tenido en cuenta la ingratitud humana, con su amor habría tomado el camino para ir al cielo; así que habría contristado y amargado su amor y transformado la fiesta en luto.
Cuando Jesús quiere realizar las obras más grandes y hermosas, resplandecientes con su amor, Él deja todo de lado: ingratitud humana, pecados, miserias, debilidades, y cumple sus obras más grandes, como si éstas no existieran. Si Jesús quisiera cuidar los males del hombre, no podría hacer grandes obras, ni demonstrar todo su amor; Se habría quedado atascado, sofocado en su propio amor. En cambio, para ser libre en sus obras y realizarlas lo más bellas que podía, deja todo de lado y, si es necesario, lo cubre todo con su amor, de manera que no vea más que amor y Voluntad Divina, y así continúa en sus obras más grandes, y las hace como si nadie Le hubiera ofendido, porque para Su gloria no debe faltar nada al decoro, a la belleza y la grandeza de sus obras.
No debemos tener miedo de nuestras debilidades, miserias y males, porque cuanto más se piensa en ellos, más débiles nos sentimos, más los males ahogan a la pobre criatura, y las miserias se fortalecen a su alrededor. Pensándolos, la debilidad alimenta la debilidad, y la pobre criatura se cae más, los males toman más fuerza, las miserias la hacen morir de hambre; en cambio, sin pensar en ellos, desaparecen por sí mismos. En cambio, todo al revés con respecto al bien, un bien alimenta al otro; un acto de amor llama otro amor; un abandono en la Divina Voluntad hace que uno sienta la nueva Vida divina dentro de sí mismo. Así que el pensamiento del bien crea el alimento, la fuerza para hacer otro bien.
Jesús quiere que nuestro pensamiento no trate con nada más, sólo con amarlo, y vivir de su Voluntad. Su amor quemará nuestras miserias y todos nuestros males, y la Divina Voluntad se constituirá en nuestra vida y utilizará nuestras miserias para formar el taburete donde erigir su Trono.