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III Domingo de Pascua

12/04/2024
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Queridos hermanos y hermanas, ¡Fiat!

En el centro de este tercer domingo de Pascua está la experiencia del Resucitado hecha por sus discípulos, todos juntos. Eso se evidencia especialmente en el Evangelio que nos introduce de nuevo otra vez en el Cenáculo, donde Jesús se manifiesta a los apóstoles, dirigiéndoles este saludo: «¡La paz esté con ustedes!» (Lucas, 24, 36). Es el saludo del Cristo Resucitado, que nos da la paz: «¡ La paz esté con ustedes!». Se trata tanto de la paz interior, como de la paz que se establece en las relaciones entre las personas. El episodio contado por el evangelista Lucas insiste mucho en el realismo de la Resurrección. Jesús no es un fantasma. De hecho, no se trata de una aparición del alma de Jesús, sino de su presencia real con el cuerpo resucitado.

Jesús se da cuenta de que los apóstoles están desconcertados al verlo porque la realidad de la Resurrección es inconcebible para ellos. Creen que están viendo un espíritu pero Jesús resucitado no es un espíritu, es un hombre con cuerpo y alma. Por eso, para convencerlos, les dice: «Miren mis manos y mis pies – les enseña las llagas – ¡soy yo mismo! Tóquenme y vean; un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo» (v. 39). Y puesto que esto parece no servir para vencer la incredulidad de los discípulos, el Evangelio dice también una cosa interesante: era tanta la alegría que tenían dentro que esta alegría no podían creerla: “¡No puede ser! ¡No puede ser así! ¡Tanta alegría no es posible!”. Y Jesús, para convercerles, les dice: «¿Tienen aquí algo para comer?» (v. 41). Ellos le ofrecen un pez asado; Jesús lo toma y lo come frente a ellos, para convencerles.

La insistencia de Jesús en la realidad de su Resurrección ilumina la perspectiva cristiana sobre el cuerpo: el cuerpo no es un obstáculo o una prisión del alma. El cuerpo está creado por Dios y el hombre no está completo sino es una unión de cuerpo y alma. Jesús, que venció a la muerte y resucitó en cuerpo y alma, nos hace entender que debemos tener una idea positiva de nuestro cuerpo. Éste puede convertirse en una ocasión o en un instrumento de pecado, pero el pecado no está provocado por el cuerpo, sino por nuestra debilidad moral. El cuerpo es un don maravilloso de Dios, destinado, en unión con el alma, a expresar plenamente la imagen y semejanza de Él. Por lo tanto, estamos llamados a tener un gran respeto y cuidado de nuestro cuerpo y el de los demás.

Cada ofensa o herida o violencia al cuerpo de nuestro prójimo, es un ultraje a Dios creador. Mi pensamiento va, en particular para los niños, las mujeres, los ancianos maltratados en el cuerpo. En la carne de estas personas encontramos el cuerpo de Cristo. Cristo herido, burlado, calumniado, humillado, flagelado, crucificado... Jesús nos ha enseñado el amor. Un amor que, en su Resurrección demostró ser más poderoso que el pecado y que la muerte, y quiere salvar a todos aquellos que experimentan en su propio cuerpo las esclavitudes de nuestros tiempos.

En un mundo donde prevalece la prepotencia contra los más débiles y el materialismo que sofoca el espíritu, el Evangelio de hoy nos llama a ser personas capaces de mirar profundamente, llenas de asombro y gran alegría por haber encontrado al Señor resucitado. Nos llama a ser personas que saben recoger y valorar la novedad de vida que Él siembra en la historia, para orientarla hacia los cielos nuevos y la tierra nueva.

El 7 de abril de 1901, Luisa describe lo que sintió en una visión sobre la resurrección de Jesús; lo vio con un rostro tan resplandeciente que no se comparaba con ningún otro esplendor, y le parecía que la Santísima Humanidad del Señor, aunque era carne viva, resplandeciente y transparente, de modo que se veía con claridad la Divinidad unida a la Humanidad. Ahora, mientras lo veía tan glorioso, una luz que provenía de Él parecía decirle que Jesús tuvo tanta gloria en su Humanidad por medio de la perfecta obediencia, que, al destruir la naturaleza antigua, le devolvió la nueva naturaleza gloriosa e inmortal. Así el alma, mediante la obediencia, puede formar en sí misma la perfecta resurrección a las virtudes, y así es como: si el alma está afligida, la obediencia la hará resucitar al gozo; si agitada, la obediencia lo hará resucitar a la paz; si tentada, la obediencia le administrará la cadena más fuerte para atar al enemigo y la hará resucitar victoriosa de las trampas diabólicas; si asediada por pasiones y vicios, la obediencia, al matarlos, la hará resucitar a las virtudes. Esto al alma, y a su debido tiempo también formará la resurrección del cuerpo.

don Marco
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