En el libro de la Génesis, tras el pecado, es la primera vez que Dios aparece en el cuento, y es significativo que el hombre, después de no haber sido capaz de escuchar al Señor, lo perciba ahora justo a través de la escucha.
Entendemos que Dios no se alejó del hombre y de la mujer, es como si paseara de manera familiar a su lado, porque no es un Dios como el que sugiere la serpiente.
Adán y Eva se esconden de Él porque, en su imagen de Dios, inculcada del mal, les aparece como alguien que temer.
Dios se presenta no para condenar. Su primera palabra: “¿Dónde estás?” Dios busca al hombre, no dice: “Qué hiciste?”, expresión que pertenece al mundo jurídico.
Ahora, el hombre y la mujer están invitados a “decir” lo que hicieron, volviéndose conscientes de su error; frente a Dios, y gracias a sus preguntas, su conciencia se despierta.
La aparición de Dios, que indaga y va en busca del hombre, revela a un Dios que salva al hombre y quiere ayudarlo a descubrir que, a pesar de todo, la vida puede seguir adelante.
El 12 de diciembre de 1926, Jesús le dice a Luisa que, al crear al hombre, la Divinidad lo ponía en el Sol de la Divina Voluntad, y en él a todas las criaturas. Este Sol le servía como vestidura, no sólo al alma, sino que sus rayos eran tantos que cubrían también el cuerpo, de manera que le servían como más que una vestidura, lo hacían tan ornado y hermoso que ni reyes ni emperadores nunca habían aparecido tan ornados como lo aparecía Adán con esta vestidura de luz resplandeciente, la vestidura hermosa del Sol de la Divina Voluntad, y, como poseía esta vestidura de luz, no necesitaba vestidos materiales para cubrirse. Tan pronto como se sustrajo del “Fiat Divino”, así se retiró la luz del alma y el cuerpo, y perdió su vestidura hermosa, y, al no verse más rodeado de luz, de sintió desnudo. Y, avergonzándose al verse él solo, desnudo entre todas las cosas creadas, sintió la necesidad de cubrirse, y se sirvió de las cosas superfluas a las cosas creadas para cubrir su desnudez.
En el momento de la crucifixión, Jesús vio, con dolor, que la gente se dividía sus vestiduras y se tocaba a suerte su túnica, al resucitar su Humanidad no tomó otras vestiduras, sino que se vistió con la vestidura resplandeciente del Sol del Querer Supremo. Era la misma vestidura que poseía Adán cuando fue creado, porque, para abrir el Cielo, la Humanidad de Jesús debía llevar la vestidura de la luz del Sol del Querer Supremo, la vestidura real que, dándole las uniformes de Rey y el dominio en sus manos, abrió el Cielo a todos los redimidos. Y, presentándose al Padre Celestial, le ofreció las vestiduras íntegras y hermosas de su Voluntad, con las que estaba cubierta su Humanidad, para que reconociera a todos los redimidos como sus hijos.
La Divina Voluntad es vida, y a la vez es la verdadera vestidura de la creación de la criatura, y por eso tiene en ella todos los derechos; pero, ¿cuántas cosas hace para escapar de esta luz? Por eso, siempre debemos estar sumidos en este Sol del “Fiat Eterno”, y Jesús nos ayudará a mantenernos en esta luz.
El cuento del Evangelio empieza por un hecho ya habitual: Jesús rodeado por la multitud y la afluencia de gente es tal que tampoco permite pararse para comer, y esto nos revela también una característica de Jesús, su dedicación esconde un gran amor y la conciencia de ser su “pastor”. Hay la urgencia de enseñar, indicarle a la gente el camino hacia el Padre.
Frente a su dedicación, los parientes interpretan todo como una locura.
Podría parecer una distancia de María, sin embargo en su tratado “Sobre la virginidad”, San Agustín escribe: “María es más feliz de recibir la fe de Cristo que concebir la carne de Cristo”.
Pues, Jesús nos enseña que no son los lazos de sangre que abren a la comprensión y la comunión profunda con el Hijo de Dios, y fundan la pertenencia a su familia que es la Iglesia. Lo que es determinante y discriminante es la decisión de convertirse en sus discípulos, es la obediencia a su Palabra que nos introduce en el reino del Padre.
En este contexto, entonces, la verdadera devoción a María es acoger su invitación a Caná: “Hagan todo lo que Jesús les diga” (Jn 2,5).
Miramos con estupor y agradecimiento a la obediencia de María, su sí, pronunciado no sólo en el momento de la anunciación, sino incesantemente hasta los pies de la cruz.
Preguntémosle a María la fuerza de “hacer” en nosotros, como lo hizo ella primero, la voluntad del Padre, experimentando su amor y fidelidad.
Redescubramos la justa devoción a la Virgen y no la releguemos en una época del año, sino que constituya una parte esencial de nuestra fe.