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XXIII Domingo del Tiempo Ordinario

Unas reglas para estar juntos

07/09/2023
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Queridos hermanos y hermanas, ¡Fiat!

“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”: escuchamos esta frase hace dos domingos, y hoy (Mt 18, 15-20) nos enteramos de que Jesús no se limitó a instituir su Iglesia, sino que también estableció los criterios fundamentales a seguir para formar parte de ella.

El hombre es un ser social, es decir, no puede vivir solo; una relación con sus semejantes es fundamental, y cada relación tiene sus reglas. Hay muchas formas de estar juntos: con indiferencia o tolerancia hacia los demás, aunque no se pueda evitarlo; con egoísmo, tendiendo a explotar a los demás en su propio beneficio; con la intención de afirmar la supremacía de uno sobre los demás ... y podríamos continuar. Jesús anuncia (y da ejemplo) una forma diferente de estar juntos: con el amor, el auténtico, el que quiere el bien de los que viven a nuestro alrededor. Y las reglas de vida de los que se llaman amigos suyos están impresas en el amor, y por eso están en la Iglesia.

La primera regla, establecida al comienzo del pasaje de hoy, se refiere al comportamiento hacia aquellos que creemos que nos han ofendido o dañado. “Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano”. Entonces ningún clamor; aunque con la intención de curarlo, mejor si el mal permanece secreto y quien comete un error no se expone al reproche público. Sin embargo, puede suceder que el culpable resista, pero incluso en este caso uno no debe darse por vencido; siempre con amorosa discreción, da a entender Jesús, se puede volver a intentar con alguna ayuda: “Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso”... entonces, sólo entonces el hecho adquiere un significado público y el bien común se convierte en una prioridad. “Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad. Y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o republicano”, es decir, un extraño, de quien mantenerse a distancia.

Al final se presenta otro aspecto de la convivencia en la Iglesia, la oración comunitaria. “Si dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo se lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos”. Sin negar el valor de la oración individual, orar juntos es más importante, porque implica la “valor añadido” - ¡y qué valor! - de la presencia de Jesús. Además, incluso rezando solo, el cristiano nunca olvida que pertenece a una comunidad; incluso rezando solo no dice “Padre mío que estás en los cielos...”, sino siempre “Padre nuestro”, como Jesús nos enseñó.

La oración comunitaria, en la que nos reconocemos como hijos del mismo Padre y por tanto como hermanos, alcanza su punto máximo en la celebración de la Misa. Aquí se concreta ser parte de una comunidad, aquí se aprende a vivir atentos los unos a los otros, aquí se hace tan concreta la presencia de Jesús que se puede experimentar como alimento. Por eso no se sostiene la motivación de aquellos que no participan en la Misa, prefiriendo verla por televisión, o ir a la iglesia “cuando no hay nadie, así me recojo mejor”. Los cristianos lo son porque pertenecen a la comunidad que Cristo quiso: la comunidad de los “reunidos en su nombre”. Y Pablo, en la segunda lectura (Rom 13,8-10), resume: “Hermanos, que la única deuda con los demás sea la del amor mutuo: el que ama al prójimo ya cumplió toda la Ley. El amor no hace mal al prójimo. Por lo tanto, el amor es la plenitud de la Ley”.

En un pasaje de octubre de 1909, Jesús le habla a Luisa de la naturaleza del verdadero amor. El verdadero amor lo facilita todo, excluye cualquier temor, cualquier duda; todo su arte es apoderarse del amado y, cuando lo ha hecho suyo, el amor mismo administra los medios para preservar el objeto adquirido. Ahora, ¿qué miedo, qué duda puede tener el alma de algo propio? ¿Qué no espera? Más bien, cuando ha llegado a apoderarse de él, el amor se vuelve atrevido y llega al punto de exigir los excesos y hasta lo increíble; ya no existe tuyo y mío, el verdadero amor puede decir: “Yo soy tuyo y tú eres mío, así es que podamos disponer juntos, alegrarnos juntos, disfrutar juntos. Si te adquirí, quiero servirme de ti a mi voluntad”. Y en ese estado de verdadero amor, ¿cómo puede el alma ir a pescar defectos, miserias, debilidades, si el objeto adquirido le ha perdonado todo, la enriquece de todo y el objeto que posee va purificándola continuamente? Estas son las virtudes del verdadero amor: purifica todo, triunfa sobre todo y llega a todo. De hecho, ¿qué amor podría haber para una persona que es temida, de la que se duda, de la que no se espera todo? El amor perdería la más bella de sus cualidades. El alma que vive en la Divina Voluntad, ya que debe estar con Jesús como en el Cielo y habiéndolo sacrificado por amor a la obediencia y al prójimo, el amor quedó confirmado en ella, la voluntad confirmada a no ofenderlo, así es que su vida se parece a una vida que ya pasó; por lo tanto, no se siente el peso de la miseria humana. Amemos a Dios hasta el punto del amor infinito.

a cura di Don Marco
Comentarios
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Últimos comentarios 1 de 1
- 28/09/2020
Love is beautifully expressed. Why can so few people express this when we are called to love one another as He loved us?