Queridos hermanos y hermanas, ¡Fiat!
El episodio evangélico de hoy (Mc 12,38-44) concluye la serie de enseñanzas impartidas por Jesús en el templo de Jerusalén y resalta dos figuras opuestas: el escriba y la viuda. Pero ¿por qué están contrapuestas? El escriba representa a las personas importantes, ricas, influyentes; la otra - la viuda - representa a los últimos, a los pobres, a los débiles. En realidad, el juicio resuelto de Jesús contra los escribas no concierne a toda la categoría de escribas, sino que se refiere a aquellos que alardean de su posición social, que se enorgullecen del título de “rabí”, es decir, maestro, a quienes les gusta que les reverencien y ocupar los primeros puestos (vv. 38-39). Lo peor es que su ostentación es sobre todo de naturaleza religiosa, porque rezan, - dice Jesús - «fingen hacer largas oraciones» (v.40) y se sirven de Dios para proclamarse como los defensores de su ley. Y esta actitud de superioridad y de vanidad los lleva a despreciar a los que cuentan poco o se encuentran en una posición económica desaventajada, como es el caso de las viudas.
Jesús desenmascara este mecanismo perverso: denuncia la opresión instrumentalizada de los débiles por motivos religiosos, diciendo claramente que Dios está del lado de los últimos. Y para grabar esta lección en la mente de los discípulos, les pone un ejemplo viviente: una pobre viuda, cuya posición social era insignificante porque no tenía un marido que pudiera defender sus derechos, y por eso era presa fácil para algún acreedor sin escrúpulos, porque estos acreedores perseguían a los débiles para que los pagaran. Esta mujer, que echará en el tesoro del templo solamente dos moneditas, todo lo que le quedaba, y hace su ofrenda intentando pasar desapercibida, casi avergonzándose. Pero, precisamente con esta humildad, ella cumple una acción de gran importancia religiosa y espiritual. Ese gesto lleno de sacrificio no escapa a la mirada de Jesús, que, al contrario, ve brillar en él el don total de sí mismo en el que quiere educar a sus discípulos.
La enseñanza que Jesús nos da hoy nos ayuda a recobrar lo que es esencial en nuestras vidas y favorece una relación concreta y cotidiana con Dios. Las balanzas del Señor son diferentes a las nuestras. Él pesa de manera diferente a las personas y sus gestos: Dios no mide la cantidad sino la calidad, escruta el corazón, mira la pureza de las intenciones. Esto significa que nuestro “dar” a Dios en la oración y a los demás en la caridad debería huir siempre del ritualismo y del formalismo, así como de la lógica del cálculo, y debe ser expresión de gratuidad, como hizo Jesús con nosotros: nos salvó gratuitamente, no nos hizo pagar la redención. Nos salvó gratuitamente. Y nosotros, debemos hacer las cosas como expresión de gratuidad. Por eso, Jesús indica a esa viuda pobre y generosa como modelo a imitar de vida cristiana. No sabemos su nombre, pero conocemos su corazón; y eso es lo que cuenta ante Dios. Cuando nos sentimos tentados por el deseo de aparentar y de contabilizar nuestros gestos de altruismo, cuando estamos demasiado interesados en la mirada de los demás y nos pavoneemos, pensemos en esta mujer. Nos hará bien: nos ayudará a despojarnos de lo superfluo para ir a lo que realmente importa, y a permanecer humildes.
El 17 de octubre de 1910, Jesús le dice a Luisa que no mira tanto los sacrificios, sino el amor con el que se hacen y la unión que tienen con Él, para que cuanto más el alma está unida a Jesús, tanto más Él calcula sus sacrificios. Entonces, si el alma está más unida a Él, los sacrificios más pequeños se calculan como grandes, porque en la unión está el cálculo del amor y el cálculo del amor es un cálculo eterno que no tiene fin ni límite; mientras que del alma que se puede sacrificar mucho y no está unida a Jesús, mira su sacrificio como un extraño y le da la recompensa que se merece, es decir, limitada.
Supongamos un padre y un hijo que se aman; el hijo hace pequeños sacrificios, el padre, por el vínculo de unión de paternidad, de filiación y amor, que es el vínculo más fuerte, mira estos pequeños sacrificios como una gran cosa, de triunfo, se siente honrado, le da al hijo toda su riqueza y le dedica a su hijo todo su cuidado y atención. Agreguemos un siervo: trabaja todo el día, se expone al calor, al frío, está a la altura de todas sus órdenes; si es necesario, vela también por la noche en nombre del patrón, ¿y qué recibe? La miserable recompensa de un día, de modo que si no trabaja todos los días se verá obligado a sentir hambre. Tal es la diferencia que pasa entre el alma que posee la unión con Jesús y el alma que no la posee.