Desde siempre, el hombre vio en los cataclismos, en la enfermedad, en el dolor moral y físico, el castigo de Dios, disminuyendo el mismo valor de la Cruz.
Pero, en efecto, la Cruz es el fruto del amor de Dios, es la puerta estrecha que nos permite entrar en la humanidad de Jesús, para participar en Sus muchos Dones: “Cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,30-32). La Cruz es don inestimable, ella ayuda el alma a vivir en Todo lo que es Dios, a pesar de su nulidad. La nada se dispersa en todo, la debilidad en la Fortaleza, la oscuridad en la Luz de Dios. La Cruz, el trono real en el que fue clavado el que “...aunque fuera de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente, al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. (Fil 2,6-8) es el modelo al que todos nosotros deberíamos inspirarnos porque sólo Ella guarda el tesoro y la fortaleza de la Voluntad del Padre Celestial, que se reveló al mundo a través de su Hijo Predilecto. “Cruz finalmente te abrazo” fue la expresión de Jesús cuando se le presentó la Cruz, no pesada para la madera dura, sino cargada de los pecados de toda la humanidad pasada, presente y futura. ¿Quién de nosotros se siente listo para expresarse con las mismas palabras de Jesús en los momentos de prueba? Muchos la rechazan e imprecando hacen su dolor insuperable, otros la aceptan casi como una imposición a la que nadie puede escapar, en cambio otros, los pequeños de corazón, los cristianos fieles que creen en el plan de Dios y confían en su Voluntad, la abrazan, se liberan del peso del ego y en unión con Cristo Crucificado, esperan con Él la Resurrección. Un ejemplo sublime de la pequeñez, la contemplación y la absorción de la grandeza y la profundidad de la Cruz, fue la Sierva de Dios Luisa Piccarreta. Su experiencia de compartir los sufrimientos de Jesús, es bien evidenciada durante el Matrimonio de la Cruz, precedido del Don de los estigmas.
Luisa cuenta que una mañana, Jesús se presentó delante de ella en forma de Crucifijo queriendo crucificarla con Él y, mientras tanto que le decía todo esto, de Sus Santísimas llagas salieron rayos de luz y clavos que atravesaron sus manos, sus pies y su corazón. Luisa no le pidió que no sufriera, sino que hiciera esos estigmas invisibles. Así sucedió, nada transparentaba de su cuerpo y, a pesar de que los dolores eran indecibles, estos fueron superados por el placer de ser capaz de aliviar los muchos sufrimientos de Jesús. Una mañana, exactamente el 14 de septiembre, el día de la exaltación de la Cruz, Jesús llevó a Luisa en los lugares santos y, después de haberle hablado de las muchas virtudes de la Cruz, el Cielo se abrió, bajaron el Evangelista San Juan, la Reina Madre y muchos ángeles. Luisa fue invitada a tenderse en la cruz que Jesús le había indicado y fue Él mismo que la enclavó. Él estaba feliz porque una pequeña criatura había aceptado en su totalidad Su Querer. La crucifixión de Luisa, a consecuencia de una vida vivida en la Divina Voluntad, trajo Dones inmediatos: muchas almas fueron liberadas del Purgatorio y levantaron el vuelo hacia el Cielo, muchos pecadores se convirtieron y el Buen Jesús hizo partícipe toda la humanidad del bien que se desarrolló tras el sufrimiento de Luisa. Entonces aprendemos, viviéndola, a conocer la preciosidad de la Cruz abrazada por Jesucristo.
En este día en el que la Santa Iglesia nos lleva a contemplar la Cruz como un triunfo de la victoria sobre el pecado, Luisa ayúdanos a mirar y valorar la Cruz bajo cualquier forma el Querer Divino lo requiera.
FIAT