María es “modelo de amor maternal”, guía y ejemplo para los mismos sacerdotes. En la “Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1979”, la primera de la serie de su pontificado, Juan Pablo II escribió: “Se da en nuestro sacerdocio ministerial la dimensión espléndida y penetrante de la cercanía a la Madre de Cristo. Tenéis que alimentar los corazones humanos con Cristo; ¿Y quién puede hacerles más conscientes de lo que realizáis, si no la que lo ha alimentado?”
María está presente en los tres momentos constitutivos del misterio cristiano: la Encarnación, el Misterio Pascual y Pentecostés. Cada una de estas tres presencias nos revela algo de la misteriosa cercanía entre María y el sacerdote.
Primer momento: Encarnación
El nexo entre María y el Sacerdote es un nexo profundamente enraizado en el misterio de la Encarnación. Dios decide hacerse hombre en su Hijo, y para que esto se cumpla espera el «sí» libre de una de sus criaturas. Dios nunca actúa contra nuestra libertad. Pues, el «sí» de María es la puerta por la que Dios pudo entrar en el mundo y hacerse hombre.
“¿Cuántos portentos encierra este «sí» de mi Madre?”… revela Jesús a la Sierva de Dios Luisa Piccarreta.
“Tan pronto como el «FIAT» Divino se encontró con el «FIAT» de Mi Madre se hicieron uno. Mi «FIAT» la elevó, la divinizó, la eclipsó y sin obra humana me concibió a Mí, Hijo de Dios. Sólo en mi «FIAT» pudo concebirme. Mi «FIAT» le comunicó inmensidad, infinidad, fecundidad de manera divina y por eso Ella pudo concebir lo Inmenso, lo Eterno, lo Infinito. Tan pronto como Ella dijo «FIAT MIHI», no sólo tomó posesión de Mí, sino que cubrió con su sombra a todas las criaturas, y a todas las cosas creadas; sintió todas las vidas de las criaturas dentro de Sí misma y desde entonces comenzó a actuar como Madre y Reina de todos.” (Tomo XII, 10-1-1921)
Toda la santidad de María proviene de la palabra «Fiat». Ella no se movía ni por un suspiro, ni por un paso, ni por una acción, todo, si no por la Voluntad de Dios. Su vida fue la Voluntad de Dios, su alimento, su todo, y esto produjo en Ella tanta santidad, riquezas, glorias, honores, no humanos sino divinos.
Cristo se hizo Sacerdote en María, el día de la Encarnación del Verbo en su seno. Sabemos por los excesos del amor que la ofrenda de Jesús de Su propia vida comenzó ya en el vientre materno. En María, Él tomó sobre Sí la carga de los pecados de toda criatura pasada, presente y futura. Todas las almas nadaban en Jesús, como dentro de un vasto mar y eran como miembros de Sus miembros, sangre de Su Sangre y corazón de Su Corazón. Y en el Evangelio de Juan, Cristo se define como aquel “a quien el Padre santificó y envió al mundo”. (Jn 10, 36)
El sacerdote, como María, es elegido entre los hombres para colaborar con Cristo en la salvación del mundo, la santificación de las almas y la gloria del Reino. Como María, él entrega a Jesús a las almas.
“Yo soy la portadora de Jesús - dice la Santísima Virgen a Luisa - y lo soy porque poseo en mí el reino de Su Divina Voluntad. Ella me revela quien lo quiere y yo corro, vuelo para llevarlo, sin dejarlo jamás.”
María, por obra del Espíritu Santo, concibe a Cristo primero en su corazón y, después de alimentarlo y llevarlo en su seno, lo da a luz y lo entrega al mundo. También el sacerdote, ungido y consagrado con el Espíritu Santo en la ordenación, está llamado a llenarse de Cristo y luego a darlo a luz y hacerlo nacer en las almas, mediante el anuncio de la Palabra y la administración de los Sacramentos.
En la liturgia de la ordenación sacerdotal, el futuro sacerdote dice: “Aquí estoy” y “¡Sí, quiero!”, como para decir: salgo de mí mismo, me desprendo de todo para ser del Señor. Y en la expresión “¡Sí, quiero!” está todo el compromiso de dedicar la vida entera al servicio del Señor, de la Iglesia y de los hermanos. Estas dos expresiones recuerdan el “Aquí estoy” y el “Sí” de María en la Anunciación y el “Aquí estoy” de Jesús: “Aquí estoy, yo vengo para hacer, Dios, tu voluntad.” (Hb 10,7).
La grandeza de María, lo que la hace única a los ojos de Dios y la llena de bienaventuranza, no es tanto haber concebido a Jesús sino haberse identificado perfectamente con la Voluntad del Padre.
En un pasaje del Tomo XXIV, Jesús explica por qué la Virgen María es su verdadera madre.
“¿Por qué la Reina Celeste es mi verdadera Madre?
Porque ella poseía la Vida de mi Divino «Fiat», que sólo podía darle el germen de fecundidad divina, para concebirme en su seno y hacerme su hijo. Por lo tanto, sin mi Divina Voluntad, Ella no podría haber sido mi Madre en absoluto, porque nadie más, ni en el Cielo ni en la tierra, posee este germen de fecundidad divina, que no menos concibe el Creador en la criatura.” (Tomo XXIV, 02-09-1928)
Segundo momento: Misterio Pascual
Al Santo Cura de Ars le gustaba repetir: “Jesucristo, después de habernos dado todo lo que podía darnos, todavía quiere hacernos herederos de lo más precioso que tiene, es decir, de su Santa Madre”. Esto vale para todo cristiano, para todos nosotros, pero de manera especial para los sacerdotes.
Desde lo alto de la Cruz, al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien el amaba, Jesús le dijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”.
“Madre mía, - invoca Jesús en la Hora 21 del Reloj de la Pasión - te confío a todos mis hijos; todo el amor que sientes por mí, siéntelo por ellos. Que todos tus cuidados y ternuras maternales sean para mis hijos; los salvarás a todos para mí».
El Evangelio nos dice que, a partir de ese momento, Juan recibió a María “en su propia casa”, es decir, la introdujo en lo más profundo de su vida, de su ser. Llevarse consigo a María, significa introducirla en su propia existencia. Si es cierto que en esta entrega Juan representa a toda la humanidad, también es cierto que representa principalmente a los sacerdotes. En efecto, según los Evangelios sinópticos, también Juan había recibido del Maestro, al final de la Última Cena, la misión de celebrar la Eucaristía, el poder de renovar el sacrificio de la Cruz en memoria suya: “Hagan esto en memoria mía”.
Qué dulce fue para Jesús encontrar en el amor de su Madre el eco del Suyo. No sólo eso, sino que, al concebir Jesús, nuestra Madre celestial asumió el oficio de Corredentora y tomó parte y abrazó con Él todos los dolores, las satisfacciones, las reparaciones, el amor materno hacia todos. Así que en el Corazón de la Virgen María hay una fibra de amor materno hacia cada criatura.
Tercer momento: Pentecostés
Los apóstoles “íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de María, la madre de Jesús” (cf. Hch 1,14).
María está con los apóstoles en el cenáculo y con ellos invoca y acoge el don del Espíritu, que los hace testigos valientes de Su Hijo crucificado y resucitado, y los sostiene en el anuncio del Evangelio a toda criatura. Ella misma los acompañó con su oración y ternura de Madre.
En el Libro de la Reina del Cielo, en la meditación del día 30 del mes de mayo, la Virgen María confirma que aún continúa Su Magisterio en la Iglesia, no hay nada que no descienda de Ella, se destripa por amor a Sus hijos y promete que hará descender el Espíritu a nuestros corazones, para que Él queme todo lo humano y con Su soplo refrescante nos confirme en la Divina Voluntad.
Como hizo con los Apóstoles, María sigue acompañando hoy a los sacerdotes, especialmente cuando emprenden caminos nuevos y nada fáciles, para anunciar la belleza del amor del Padre también en nuestro tiempo. Ella es apoyo en su camino de santificación.
La Iglesia, en sus ministerios, aprende de María su propia maternidad: Ella se hace madre como María. En efecto, la Virgen “es el ejemplo de aquel amor maternal que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres”. (LG 65; cf. “Redemptoris Missio n.92)
De ahí la invitación de Juan Pablo II a sus hermanos sacerdotes a mirar con amor y esperanza a María como modelo perfecto de vida y ministerio.
“En cierto sentido somos los primeros en tener el derecho a ver en ella a nuestra Madre. Deseo, por consiguiente, que todos vosotros, junto conmigo, encontréis en María la Madre del sacerdocio, que hemos recibido de Cristo. Deseo, además, que confiéis particularmente a Ella vuestro sacerdocio. Permítanme que yo mismo lo haga, poniendo en manos de la Madre de Cristo a cada uno de vosotros - sin excepción alguna - de modo solemne y, al mismo tiempo, sencillo y humilde. Os ruego también, queridos Hermanos, que cada uno de vosotros lo realice personalmente, como se lo dicte su corazón, sobre todo el propio amor a Cristo Sacerdote, y también la propia debilidad, que camina a la par con el deseo del servicio y de la santidad.” (Juan Pablo II – Carta a los sacerdotes con ocasion del Jueves Santo de 1979)